Érase una vez un sapo que ansiaba ser príncipe, y buscaba rana fuese o no princesa y quisiera reinar con él, el sapo vivía en su pequeño palacio que no era charca, ni tampoco de cristal, pasaba los días recluido en su cama real, durmiendo un sueño eterno del que quería pero no podía despertar, esperando que el dulce beso de alguna bella dama que no necesitaba que fuese reina o princesa, ni siquiera infanta, le pudiera despertar.
Por su reino pasaban todo tipo de damas, reinas y princesas, damas y brujas y aunque con ellas soñaba, ninguna de aquel sueño despertaba a ese sapo que más que cuerpo real, tenía cuerpo de trapo.
Se sabía príncipe, príncipe de un reino sin corona y de un palacio de suelo que aunque no era de oro, era humilde, pero él bien sabía que si alguna su corazón le abría, este bien lo podría coronar. Pero por más príncipe que fuere, al final ninguna su corazón quiere, por más que este de amor muere.
El príncipe sapo soñaba con una y otra dama, las soñaba en su cama y no las veía como una rana, soñaba que en su trono las sentaba y con su bastón real coronaba aquellos reinos, aunque ya no fueran tierras virgenes, , soñaba que penetraba en sus palacios cálidos y ardientes, e imaginaba oír entre gemidos sus reales himnos, himnos protegidos por las montañas de vientos jadeantes que los contoneaba.
Y aún durmiendo, de aquellos sueños en lo que mutuamente se coronaban, despertaba en aquel sueño eterno, esperando que alguna se apiadara y besara al príncipe sapo de corazón real y cuerpo de trapo.
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