El tren, en un silencio casi ceremonial, se puso en marcho y partió dejando un andén casi vacío y en silencio, dejándome la sensación de partir de una estación abandonada. En el tren me senté al final del vagón, o del coche como le llaman algunos, iba en sentido contrario a la marcha, por lo que siempre iba viendo por la venta lo que dejábamos atras en el camino, y cuando no miraba por la ventana, miraba a los pasajeros que tenía frente a mi, unos estaban de cara y a otros les daba la espalda. Recuerdo que entre los pasajeros había una administrativa treintañera, muy pulcra en su vestuario, apoyada en una puerta, miraba con una amplia sonrisa que se adivinaba a pesar de llevar una mascarilla personalizada puesta, la pantalla de su teléfono móvil mientras movía rápidamente los dedos sobre ella. Había un joven, pegado a un rincón, con un amplio cinturón repleto de alicates, destornilladores y otras herramientas, parecía arrastrar el cansancio de la semana y apuntaba con su mirada perdida a la ventana, viendo como a gran velocidad se acercaba a un destino al que parecía no querer ir. Una mujer de avanzada edad, ayudada por un viajero solícito, se acomodaba en un asiento. A sus pies, caía un bolso enorme que casi parecía ser su maleta de viaje. Un viajero que parecía ser el vendedor de unos grandes almacenes enfundado en un ajustado traje azul marino sujetaba con una mano un maletín que aparentaba ser nuevo, casi podría apostar a que todavía olía a material nuevo. Pocas personas conversaban entre sí, y algunas lo hacían por teléfono, unas casi en susurro, y otras a un volumen que al resto de pasajeros nos hacía participes de la conversación.
En general, estabamos abstraídos en nuestros propios pensamientos, unos ojeando el periódico o simplemente pasando sus páginas, y otros mirando sus teléfonos móviles, los que iban en plan ejecutivo, imagino que irían mirando el correo electrónico, gmail probablemente, el correo de los pijos; y otros estarían matando el tiempo de sus monótonas vidas en las redes sociales, criticándose los unos a los otros, o mostrando al mundo una vida irreal, y todo en un ambiente tan sobrio que parecíamos alumnos en una clase haciendo los ejercicios que hubiese mandado el profesor. No reconocía aquel ambiente que en otras ocasiones me había gustado tanto por lo imprevisible que era.
En otras ocasiones en las que había viajado, siempre tenía alguna anécdota que contar a mi familia o amigos al llegar, siempre ocurría algo como que un hombre que viajaba desde Bilbao y cambió de tren en Madrid, decidía asearse en el baño y aplicándose desodorante en aerosol, provocaba que saltaran las alarmas en la cabina del maquinista y el tren se detuviera unos minutos en medio de la nada, atrayendo la atención de los viajeros, o que un chaval que se subía sin billete tuviera que ir sentado en el suelo, o que un hombre que ayudaba a su padre a subir al tren, se viera encerrado en el "coche" y tuviera que esperar a poder bajar en la siguiente estación; o simplemente hablaba con alguien con quien casualmente había coincidido en viajes anteriores, aunque fuera brevemente.
En ese tren, ese día no pasaba nada de eso. Era el tren del silencio.
No hay comentarios:
Publicar un comentario