Por esas crueles leyes de la vida, siendo niña, muy niña para algunos, se vio obligada a dar la cara frente a su gran nación, muy grande para ella según algunas bocas, se vio obligada a madurar y crecer casi de un día para otro, a ser mujer.
No se podía negar ni ocultar que tenía cierto miedo y vértigo ante todo lo que estaba sucediendo, y lo que estaba por venir, pero ella, al igual que su antecesor, y quien bien la enseñó, era valiente y osada, era una guerrera rebelde que a pesar de las enormes circunstancias, no se dejaba amilanar.
A pesar de la inocencia que en ella veían los demás, sabía que tendría que librar mil batallas fuera, y sobre todo dentro de su palacio, que muchos veían y querían que fuera de cristal, y a buen seguro mucho harían por conseguirlo. Sabía que de casi nade se podía fiar, carroñeros y leones deseosos de devorarle el poder la rodeaban agazapados esperando poder darle caza en cuanto ella se descuidara. Bien era cierto que no todas eran alimañas, habrían quien la cuidaría y bien la aconsejaría para su buen hacer.
Muchos pensaban que aquel reino, el más grande entre los reinos, era una corona grande para una reina pequeña, y ya maquinaban como ser reyes y reinas bajo su sombra, como dirigirla para hacer esto y aquello, e incluso, ya tan joven, con quien casarla para dominarla, y de paso asegurar un heredero, su heredero, el de todos ellos que resabiados pretendían ser más que ella. Sin embargo, pocos vieron que era un corcel salvaje, a quien no podrían domar, y más pronto que tarde soltó coces y voces, haciéndose grande y tomando su lugar, en un palacio más grande y menos de cristal.
Quisieron implantarle una mano derecha con la que señalar, olvidando que con la izquierda, bien podía azotar a esas moscas cojoneras revoloteantes, dando paso a un todavía joven ministro que se hizo amigo y casi algo más, para envidia y recelo de caras largas y casi sorprendidas. Y hasta en su coronación eligió su canción con la que bailar, y a todas esas hienas, unas ya gordas y viejas, abofetear, demostrando y haciendo ver, que aquel reino de reinos que portaba en su cabeza, no era una corona grande para una reina pequeña.
No se podía negar ni ocultar que tenía cierto miedo y vértigo ante todo lo que estaba sucediendo, y lo que estaba por venir, pero ella, al igual que su antecesor, y quien bien la enseñó, era valiente y osada, era una guerrera rebelde que a pesar de las enormes circunstancias, no se dejaba amilanar.
A pesar de la inocencia que en ella veían los demás, sabía que tendría que librar mil batallas fuera, y sobre todo dentro de su palacio, que muchos veían y querían que fuera de cristal, y a buen seguro mucho harían por conseguirlo. Sabía que de casi nade se podía fiar, carroñeros y leones deseosos de devorarle el poder la rodeaban agazapados esperando poder darle caza en cuanto ella se descuidara. Bien era cierto que no todas eran alimañas, habrían quien la cuidaría y bien la aconsejaría para su buen hacer.
Muchos pensaban que aquel reino, el más grande entre los reinos, era una corona grande para una reina pequeña, y ya maquinaban como ser reyes y reinas bajo su sombra, como dirigirla para hacer esto y aquello, e incluso, ya tan joven, con quien casarla para dominarla, y de paso asegurar un heredero, su heredero, el de todos ellos que resabiados pretendían ser más que ella. Sin embargo, pocos vieron que era un corcel salvaje, a quien no podrían domar, y más pronto que tarde soltó coces y voces, haciéndose grande y tomando su lugar, en un palacio más grande y menos de cristal.
Quisieron implantarle una mano derecha con la que señalar, olvidando que con la izquierda, bien podía azotar a esas moscas cojoneras revoloteantes, dando paso a un todavía joven ministro que se hizo amigo y casi algo más, para envidia y recelo de caras largas y casi sorprendidas. Y hasta en su coronación eligió su canción con la que bailar, y a todas esas hienas, unas ya gordas y viejas, abofetear, demostrando y haciendo ver, que aquel reino de reinos que portaba en su cabeza, no era una corona grande para una reina pequeña.
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