De niño miraba al cielo, lo miraba durante largos minutos, tal vez horas, miraba y pensaba, e incluso soñaba, soñaba con alcanzarlo, soñaba con llegar más allá de las nubes, y literalmente tener el mundo a los pies, soñaba con ser un Dios.
Soñaba con ser como los dioses, o al menos como se los imaginaba, se veía así mismo grande, muy grande, casi gigante, gigante y fuerte, tan fuerte como diez mil hombres, y ataviado con una larga capa, tan larga como el cielo, y se imaginaba volar, volar con unas alas tan grandes como las nubes que cubren el cielo un día de tormenta.
Soñaba con tener el mundo en la palma de su mano, domar el mar como Poseidón con su tridente, y cubrir el cielo de nubes a golpe de rayo como Zeus, soñaba con ser como ellos, ser tan grande como sus leyendas y todas aquellas historias que desde hacía generaciones se contaban.
Mirando al cielo sus sueños iban más allá, soñaba con ser el dios de dioses, el hombre de hombres, el más fuerte y poderoso de todos ellos, sería el creador de un universo infinito, un creador de mundos, mundos todos ellos envuelto por sus manos, siempre bajo su atenta mirada, siempre obedientes a su voz. Sería el escritor de su destino.
De niño miraba al cielo, más allá de donde se perdía el horizonte, soñando ser tan infinito como él, soñaba con ser como los dioses.
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