Llevaba tantos años viviendo casi los mismos días, casi con la misma rutina, que ya lo hacía todo de manera automática, como si fuera un robot, ya se había acostumbrado a ello, tanto que casi le daba igual.
Todos le felicitaban a él, le daban palmaditas en la espalda, y le decían lo bueno que era, un genio decían, alababan sus letras, y sus versos, pura poesía decían, mientras ella siempre estaba ahí, a la sombra, sin hacer ruido y poniendo buena cara cuando, de tarde en tarde, la veían. Guardaba silencio, se callaba lo que solo ella, y él, sabían, y sin decir palabra, lo pensaba mientras les miraba y sonreía. Ella era quien realmente escribía, era la mujer detrás de las letras.
Casi desde que se conocieron, se abrieron el uno al otro, y casi desde entonces, él le dio a leer sus páginas, y ella, apremiada por él, opinaba, y él tomaba nota de todo lo que decía, hasta que sobre la marcha ella le corregía, y él reescribía, y a veces, con el tiempo cada vez más, era ella quien se ponía al frente de ellas, y hasta las escribía de cero.
Con el tiempo dejaron de ser las letras y las páginas de él, ya no eran suyas, eran las de ella, y sus ideas, y sensaciones, era totalmente ella en cada letra, en cada línea y en cada página, y eran mejores que las de él, eran las suyas las que felicitaba la gente. Cada palmada en la espalda que le daban a él, se la daban a ella, y cada premio también. Siempre en la sombra, porque de cara, en aquellos tiempos, y en ese mundo de hombres, nadie la compraría, nadie la leería solo por ser mujer.
Y aunque a la luz sonreía y se aguantaba, en la sombra, no lo soportaba, y cada vez menos, porque era ella la verdadera autora, pero aquello se volvió tan rutinario y mecánico, que ni él mismo se percataba, e incluso acabo creyéndolas suyas, sin darse cuenta, ni ver, siempre era ella, vaciada en cada párrafo. Era a ella a quien leía la gente, aunque no lo supieran, leían a la mujer detrás de las letras.