El día que entré en sus oficinas, no sabía que tanto me depararía el día, pero al cabo del mismo, si puedo decir que fue para no perdérselo, o si.
Me desperté con una mezcla de seguridad en mi y un leve nudo en el estómago que no dejaba de hormiguear, tanto era, que no sabía si desayunar, o pedir un café al llegar. Al llegar, me daba miedo, o al menos respeto hasta respirar, no se oía casi ningún ruido, salvo el de la chica detrás del mostrador que te recibía, te anunciaba, y cuando él daba su permiso, te decía donde ir. Y fui, subí piso tras piso en ese ascensor casi silencioso hasta llegar a su planta, y salí encontrándome el mismo silencio que hacía parecer que la vida allí se hubiera parado, y al entrar en su despacho lo parecía aún más. Mejor dicho, era como si hubiera viajado en el tiempo al pasado.
Entré en su despacho, que casi se asemejaba más a un apartamento de soltero, o uno de esos que tienes para escapar de todo. Saludé timidamente en medio de ese silencio que envuelve todo el edificio y sus alrededores, y me respondió casi a lo lejos una voz que aún se esforzaba por parecer grave y no perder su posición, pero que inevitablemente, con el paso de los años pierde fuerza. Seguí el camino por el que me parecía que había llegado esa voz hasta llegar a una sala al menos pretendía ser una mezcla de despacho y cuarto de estar, medianamente grande, luminosa y acogedora. Y allí estaba él, casi imponía tanto como la foto de sus mejores años que destacaba en aquella estantería llena de libros que probablemente nunca o casi nunca leía.
Miraba por la ventana, en silencio. Yo me paré a unos pasos de su escritorio sin decir nada, sin saber que hacer, y entonces me miró, serio, como si casi no supiera que pasaba, se acercó a su mesa y me preguntó si era quien mandaban como su asistente, Asentí, y con un gesto me invitó o me hizo sentar. Se presentó con su acento inglés, ese acento con el que te parece que te habla con un chicle en la boca, pero en el que se le entendía bien. Se presentó como Mister Perrilton o Señor Perrilton, jamás había oído un apellido así, aunque no lo cuestioné, por lo inglés que se oía, y como él decía, casi con gracia, tampoco lo había oído ni visto en otros, salvo en si mismo.
Nos pasamos el tiempo frente a frente, conociéndonos, hablando de cada cual, o más bien sometiéndome a su interrogatorio en el que me dio la sensación de que era un poco tocapelotas. Todo lo cuestionaba con escepticismo, como si ya no creyera en nada o simplemente lo hiciera por diversión, parecía ser esa clase de gente que con el tiempo pierde la fe en todo. Decidí tenerle paciencia e intentar no juzgarle tan pronto, al fin y al cabo no le conocía de verdad, y podría ser que con el tiempo dejase ver a alguien distinto.
Mister Perrilton, o el Señor Perrilton era o pretendía ser o seguir siendo el típico caballero inglés, del centro de Londres, entrado en años, delgado, casi huesudo, siempre lo fue, al que el alzheimer empezaba a memar y borrar sus recuerdos, como quien formatea un ordenador. Mi labor, en los meses que pasaríamos juntos, era, básicamente, la de ser su memoria en esos momentos de olvido, que por entonces no eran todavía muchos ni notables.
El Señor Perrilton llegó hace ya unas decadas, enamorado, pero no de una mujer, enamorado del país, de su gente y su cultura, y no fue capaz de dejarlo, por mucho que añorase su querido Londres.
Así pues, cada día iba a esa especie de despacho-apartamento, y le leía sus correos, correos que a pesar ser o pretender seguir siendo un caballero inglés, guardaba por e-mail. Se los leía, escribía y mandaba. También, varias veces a la semana, le leía el periódico, unas veces alguno local o nacional que me mandaba comprar, en el que le leía de política, otras, pocas veces y solo por que le apetecía criticar, de sociedad, y a veces, tanta como de política, le leía de deportes. Otras veces, por internet, le buscaba alguno inglés, tras traducirlo claro, no hablaba nada de inglés, ignorancia la mía que le causaba gracia, y le leía sobre lo que le acontecía por aquellos lares, que tanto tiempo llevaba ya sin ver, y que más pronto que tarde quedarían en el olvido.
Con el tiempo me tomando confianza, y con ella me dejó conocerle un poco más, aunque no por ello dejaba del todo ese lado cabroncete que le habían dado los años, o posiblemente nosotros y nuestra forma de ser. Me toleraba ciertas confianzas con él, aunque procuraba ser prudente, por lo que nunca me terminé de soltar del todo. Supongo que esas distancias y ese respeto fue el que dio pie a tenernos confianza.
Hoy, que ya no estoy con él, puedo decir que con el tiempo vi en Mister Perrilton a otra persona, al verdadero Señor Perrilton, para bien y para mal. Solo espero que en su mundo, y en el olvido en el que ya estará sumido, sea feliz, y que a ratos, aunque pequeños, se acuerde de mi, porque yo si me acuerdo de él.
Entré en su despacho, que casi se asemejaba más a un apartamento de soltero, o uno de esos que tienes para escapar de todo. Saludé timidamente en medio de ese silencio que envuelve todo el edificio y sus alrededores, y me respondió casi a lo lejos una voz que aún se esforzaba por parecer grave y no perder su posición, pero que inevitablemente, con el paso de los años pierde fuerza. Seguí el camino por el que me parecía que había llegado esa voz hasta llegar a una sala al menos pretendía ser una mezcla de despacho y cuarto de estar, medianamente grande, luminosa y acogedora. Y allí estaba él, casi imponía tanto como la foto de sus mejores años que destacaba en aquella estantería llena de libros que probablemente nunca o casi nunca leía.
Miraba por la ventana, en silencio. Yo me paré a unos pasos de su escritorio sin decir nada, sin saber que hacer, y entonces me miró, serio, como si casi no supiera que pasaba, se acercó a su mesa y me preguntó si era quien mandaban como su asistente, Asentí, y con un gesto me invitó o me hizo sentar. Se presentó con su acento inglés, ese acento con el que te parece que te habla con un chicle en la boca, pero en el que se le entendía bien. Se presentó como Mister Perrilton o Señor Perrilton, jamás había oído un apellido así, aunque no lo cuestioné, por lo inglés que se oía, y como él decía, casi con gracia, tampoco lo había oído ni visto en otros, salvo en si mismo.
Nos pasamos el tiempo frente a frente, conociéndonos, hablando de cada cual, o más bien sometiéndome a su interrogatorio en el que me dio la sensación de que era un poco tocapelotas. Todo lo cuestionaba con escepticismo, como si ya no creyera en nada o simplemente lo hiciera por diversión, parecía ser esa clase de gente que con el tiempo pierde la fe en todo. Decidí tenerle paciencia e intentar no juzgarle tan pronto, al fin y al cabo no le conocía de verdad, y podría ser que con el tiempo dejase ver a alguien distinto.
Mister Perrilton, o el Señor Perrilton era o pretendía ser o seguir siendo el típico caballero inglés, del centro de Londres, entrado en años, delgado, casi huesudo, siempre lo fue, al que el alzheimer empezaba a memar y borrar sus recuerdos, como quien formatea un ordenador. Mi labor, en los meses que pasaríamos juntos, era, básicamente, la de ser su memoria en esos momentos de olvido, que por entonces no eran todavía muchos ni notables.
El Señor Perrilton llegó hace ya unas decadas, enamorado, pero no de una mujer, enamorado del país, de su gente y su cultura, y no fue capaz de dejarlo, por mucho que añorase su querido Londres.
Así pues, cada día iba a esa especie de despacho-apartamento, y le leía sus correos, correos que a pesar ser o pretender seguir siendo un caballero inglés, guardaba por e-mail. Se los leía, escribía y mandaba. También, varias veces a la semana, le leía el periódico, unas veces alguno local o nacional que me mandaba comprar, en el que le leía de política, otras, pocas veces y solo por que le apetecía criticar, de sociedad, y a veces, tanta como de política, le leía de deportes. Otras veces, por internet, le buscaba alguno inglés, tras traducirlo claro, no hablaba nada de inglés, ignorancia la mía que le causaba gracia, y le leía sobre lo que le acontecía por aquellos lares, que tanto tiempo llevaba ya sin ver, y que más pronto que tarde quedarían en el olvido.
Con el tiempo me tomando confianza, y con ella me dejó conocerle un poco más, aunque no por ello dejaba del todo ese lado cabroncete que le habían dado los años, o posiblemente nosotros y nuestra forma de ser. Me toleraba ciertas confianzas con él, aunque procuraba ser prudente, por lo que nunca me terminé de soltar del todo. Supongo que esas distancias y ese respeto fue el que dio pie a tenernos confianza.
Hoy, que ya no estoy con él, puedo decir que con el tiempo vi en Mister Perrilton a otra persona, al verdadero Señor Perrilton, para bien y para mal. Solo espero que en su mundo, y en el olvido en el que ya estará sumido, sea feliz, y que a ratos, aunque pequeños, se acuerde de mi, porque yo si me acuerdo de él.
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