Santa Rosa era un pequeño pueblo colombiano olvidado de la mano de Dios, situado entre Tolima y Meta. El pueblo era tan pequeño que algunos ni lo consideraban pueblo. En él vivían unas cuantas familias que aún permanecían en él, bien porque nacieron allí o bien porque no tenían medios suficientes para abandonarlo, y tampoco querían dejar solos a sus mayores, aquellos que en su día fueron los jóvenes del pueblo y le dieron vida. Esos mayores, aún hoy recuerdan y hablan de aquel soldado americano que en plena guerra contra la mafia y el terrorismo de Pablo Escobar, llegó malherido al pueblo. Le llamaban el soldado de Santa Rosa.
No sabían como había logrado llegar hasta allí en aquella vieja camioneta que seguramente había cogido para huir. Las condiciones en las que lo encontraron eran bastante malas. Para empezar, lo encontraron unos niños jugando a la entrada del pueblo, a lo lejos vieron una vieja camioneta medio caída hacia un lado. En principio no vieron a nadie en ella, pero la curiosidad puede a cualquier niño, estos se acercaron a curiosear. Ya de cerca si pudieron ver al soldado caído sobre su ventana, como si durmiera, sin embargo pudieron ver que estaba bastante manchado de sangre que aún brillaba. Asustados e impresionados por la sangre, corrieron a avisar al primer adulto que se encontraron. En la carrera, vieron a Dón Julían, el viejo farmaceútico del pueblo, quien corrió en busca de sus dos hijos varones para que le ayudasen a averiguar que pasaba. Guiados por los niños llegaron a la camioneta, donde el cuerpo del soldado seguía igual. Marco, el mayor de sus hijos se sentó en el lado del copiloto para saber como se encontraba el soldado, le encontró muy pálido, pareciera que estuviese muerto, pero no, aún tenía pulso, muy débil, pero se dejaba notar. Andrés, el hijo pequeño de Dón Julián, estaba al otro lado, en la puerta del conductor junto a su padre. Este abrió la puerta muy despacio para que Andrés pudiera sujetar el cuerpo para poder sacarlo. Le sacaron y entre los hijos, con mucho esfuerzo le llevaron a la trastienda de la farmacia. Allí, Dón Julián pudo verle más detenidamente, y pudo comprobar que el soldado tenía tres heridas de bala, la peor, una que le había dado en el higado y por la que había perdido mucha sangre. Aunque Dón Julían tenía conocimientos en medicina, no contaba con el material suficiente para poder curarle, por lo que tuvo que llamar al médico, Dón Humberto, quien se demoró un rato en llegar a ver al soldado. Aunque Dón Humberto ya había visto heridas sangrantes de casi todo tipo, no pudo evitar alarmarse al ver estas, pues nunca vio tan de cerca una de bala. Se preguntaba que le había pasado a ese hombre y de donde había salido. Preguntó si le habían visto alguna identificación con su nombre y buscándole vieron en su pecho una especie de etiqueta o placa en la que se leía Reynolds, sería su apellido, sería el soldado Reynolds, quien evidentemente no era de por allá. Seguramente le habría enviado al DEA en su lucha contra Escobar. Tan pronto Dón Humberto le dio los primeros cuidados, le trasladaron como buenamente pudieron al pequeño hospital del pueblo, aunque más que hospital, aquello era una clínica casi improvisada para que sus habitantes no tuvieran que trasladarse al de Villavicencio o Neiva, que eran los más cercanos.
El soldado Reynolds pasó allí varias semanas hasta que recobró la consciencia. Cuando despertó, estaba desorientado y apenas pudo hablar, aún estaba débil por la sangre perdida y le costó situarse. Apenas hablaba español, aunque más o menos lo entendía, y le costaba pronunciar, pero con el paso de los días se hacía entender. Desde luego tuvo mucha suerte de dar con aquel lugar y con aquella gente tan hospitalaria que con lo poco que tenían, le daban cuanto podían. Reynolds les agradecía tanta atención y cuidados, y a medida que se fue recuperando en las semanas siguientes, les intentabaa devolver todo aquello como buenamente podía, e intentaba ser lo menos problemático posible. Quiso marcharse en un par de ocasiones, pero su estado aún no le permitía irse por su propio pie, y ni tan siquiera conducir, así que casi a regañadientes tuvo que aceptar seguir allí. Reynolds temía que la gente a la que se había enfrentado, le buscase y le encontrase, en aquel pueblo y con aquella gente que nada tenía que ver en todo aquello y a la que no quería implicar. Temor que un tiempo después se acabaría haciendo realidad.
Aquel fue un episodio en las vidas de aquellos mayores que nunca pudieron olvidar y que recordaban y contaban como esas historias que cuentan los abuelos, con todo detalle y tan fresca que pareciera reciente. Fue la historia de el soldado de Santa Rosa.
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