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miércoles, 10 de septiembre de 2025

El reloj marca la culpa





Parte I

Mi padre era un hombrecillo de aspecto muy normal, no destacaba por nada en especial. Apenas medía 1.60, pero su porte resultaba muy digno, su sola presencia le hacía ser respetado por todos. Su cabeza, siempre cubierta por un bombín, tenía la forma exacta de un huevo, y siempre la tenía un poco inclinada, como de lado, como si escuchara los secretos de los demás. Su bigote, que me recordaba a Charles Chaplin, era impecable, bien cuidado, curvado con precisión matemática, y su traje hecho a medida parecía desafiar las arrugas del tiempo con su habitual arrogancia. 

Aquella mañana, mientras el sol apenas asomaba entre las nubes de Londres, mi padre se encontraba en el vestíbulo del hotel en el que se hospedaba, observando con atención el ir y venir de los huéspedes. No buscaba nada en particular, pero su instinto de sabueso le decía que algo no encajaba. 

A un hombre de aspecto pasivo que estaba a su lado leyendo el periódico le preguntó, ¿ve a ese caballero junto al piano?.

El hombre que aún no había terminado de leer, siguió la mirada de mi padre. Un tipo alto, de barba desaliñada, parecía nervioso consultando su reloj de bolsillo cada pocos segundos. El hombre pasivo preguntó a mi padre si estaría esperando a alguien. 

Mi padre sonrió y dijo, 'Creo que está esperando que alguien, no llegue'.

Un grito rompió la calma casi silenciosa del vestíbulo. Una mujer, a la que mi padre había visto sentada en un lujoso sofá, había desaparecido. Su bolso estaba sobre el sofá, pero no había rastro de ella. Mi padre se acercó al reloj de bolsillo que el hombre de la barba desaliñada había dejado caer en su huida. Mi padre lo cogió y lo examinó con cuidado, y al abrirlo encontró una fotografía: la mujer del sofá, sonreía junto a él. El reloj no marca la hora, murmuró mi padre, marca la hora. 

Y con ese detalle, el caso comenzó a deshilacharse como una madeja de secretos bien hilados. 


Parte II

Mi padre sostenía el reloj con delicadeza, como si temiera que cualquier movimiento brusco pudiera borrar las pistas que contenía. El hombre aún de nombre desconocido, no se había despegado de su lado, perplejo, observaba cómo mi padre examinaba cada detalle: el grabado en la tapa, el desgaste en la cadena, incluso el leve aroma a lavanda que parecía emanar del metal. 'Este reloj no ha sido olvidado por accidente , dijo mi padre. Ha sido dejado como una firma.'

La policía llegó poco después. El inspector Jones, al frente de la investigación, se acercó a mi padre con una mezcla de respeto y resignación. ¿Sabe que ha pasado?, preguntó con una sonrisa torcida. Todavía no, pero el reloj habla. Solo hay que saber escucharlo.

Mi padre, más curioso y escurridizo que un gato, se coló en el acceso a las cámaras del hotel. En las imágenes, se veía claramente al hombre del reloj entrando con la mujer desaparecida. Pero lo curioso era que, al pasar por el vestíbulo, ella parecía mirar directamente a la cámara y dejar caer una nota en una maceta.

Mi padre, silencioso, fue al vestíbulo, y recuperó la nota. Estaba escrita con letra firme y elegante: 

“Si algo me ocurre, busquen a Edmond. Él no es quien dice ser.”

 Mi padre susurró el nombre para sí mismo, Edmond. Hastings, así se llamaba el hombre pasivo del periódico, ¿recuerdas al pianista que tocaba esta mañana?. Claro, el joven de cabello oscuro. Tocaba Clair de Lune. Mi padre buscando las imágenes del pianista en el vacío, dijo: Exactamente. Y lo hacía con la mano izquierda vendada. Curioso, ¿no?

Mi padre se dirigió al piano. Edmond ya no estaba. En su lugar, una partitura abierta mostraba una melodía distinta, en la esquina inferior, alguien había garabateado una palabra: “Perdón.”. El reloj marca la culpa, murmuró, pero la música... la música revela el arrepentimiento.

Parte III

Mi padre pidió que todos los implicados en la desaparición que reunieran en el salón del hotel: el inspector Jones, Hastings, el gerente del hotel, y por supuesto, Edmond, el pianista que fue localizado en una cafetería cercana, intentando huir discretamente. 

Señores, dijo mi padre de pie junto al piano, el misterio ha sido resuelto. Y como siempre, la verdad está en los detalles. 

Se dirigió a Edmond, y le dijo: Usted no es pianista. Al menos no uno profesional. Su vendaje en la mano izquierda era una farsa. Tocaba con torpeza, y la partitura que dejó no era más que una mera distracción. Edmond palideció. La mujer desaparecida, la señorita Clara Cabbage, no fue secuestrada. Ella huyó. Huyó con usted, Edmond, porque descubrió que usted no era quien decía ser. El reloj de bolsillo que dejó caer no era suyo, si no de ella. Usted lo usó como señal, como advertencia. Y dentro de él, la fotografía revelaba su vinculo, y también su miedo. 

Mi padre se acercó al inspector y le entregó los registros del hotel, que amablemente le había dado el gerente. Edmond, usted se registró bajo un nombre falso. Y lo más revelador fue que pagó en efectivo, sin dejar rastro. Pero olvidó algo esencial: el arte de la mentira requiere precisión, y usted dejó demasiadas pistas. 

Edmond intentó hablar, pero mi padre levantó la mano. La señorita Cabbage, se presentó esta mañana en Scotland Yard, tras saber que su nota había sido encontrada. Ha confirmado todo. Usted la siguió hasta Londres, intentando chantajearla por un asunto del pasado que no voy a desvelar. El inspector Jones asintió. Es increíble como a hilado todo, señor...

Poirot, Hércules Poirot, dijo mi padre presentándose a todos, y sonriendo con mas vergüenza que orgullo. No es magia, es orden y método. Y un poco de psicología. 

Mientras Edmond era escoltado fuera del hotel por dos agentes de Scotland Yard, mi padre se sentó junto al piano, tocó una nota y dijo: La música puede ocultar muchas cosas..., pero el corazón humano, cuando tiene miedo, siempre busca una salida. 


FIN

lunes, 8 de septiembre de 2025

Una taza de té y muerte para Clara



La merienda

Era una tarde cálida de septiembre en los últimos coletazos del verano, cuando Clara de la Vega, dama de sociedad y coleccionista de relojes antiguos, organizó una merienda en su piso señorial frente al Parque del Retiro. Entre los invitados: un coronel, Sebastián Llorente, una joven francesa, Élodie Moreau, su abogado, Arturo Belmonte, y una escritora de novelas policiacas, Teresa Salgado. 

A las 17:00, puntualidad británica, Clara se sirvió el té. A las 17:10 Élodie se excusó para ir al baño. A las 17:20 Arturo recibió una llamada urgente y salió al balcón. A las 17:30 Clara se desplomó sobre el diván, muerta. 

No había signos de violencia. Solo una taza de té medio vacía y un reloj de bolsillo sobre la mesa marcando las 17:25, aunque el resto de relojes marcaban las 17:30.


El inspector Valverde

Más tarde el inspector Valverde hombre de método y lector empedernido de Agatha Christie, llegó al señorial, observando los detalles con calma. El reloj detenido a las 17:25, la taza medio vacía, el balcón, el baño..., fotografiando en su mente cada detalle. 

Preguntó quien había hecho el té, a lo que Teresa, la escritora de novela policiaca, respondió que fue ella, por insistencia de la propia Clara, nadie más quería que lo hiciera. 


El reloj

También preguntó por el reloj, a lo que esta vez respondió el coronel diciendo que era el favorito de Clara y que ella misma lo revisaba. 

Valverde abrió el reloj, dentro encontró un pequeño papel en el que habían escrito "Le poison est dans le silence". El veneno está en el silencio. 

Élodie, según los testigos, había regresado justo después que Clara cayera en el diván. Nadie la vio tocar el té, ni el reloj, nadie excepto Arturo, el abogado de Clara, que en su llamada había mencionado algo curioso, según dijo el coronel, "la francesa ha vuelto a hacerlo". ¿Hacer qué?, ¿de qué conocía Arturo a Élodie?. Demasiadas preguntas sin respuesta. 

El inspector olió el reloj y sonrió. El veneno estaba en él, un olor a almendras amargas lo delataba. Clara lo había tocado antes de morir. Élodie lo había envenenado con una sustancia que reaccionaba al calor corporal. 


¿Por qué?

¿Por qué había envenenado Élodie a Clara de la Vega?, por venganza. Clara había arruinado la carrera de su madre, una joven relojera de París, acusándola de falsificar piezas. 

Así lo confesó, no la perdonaba. le tenía rabia y envidia por la vida que llevaba Clara, una vida que debió de ser la suya en París. El reloj volvió a marcar la hora, tic tac. Y Teresa fascinada por todo lo sucedido, ya tenía material para su novela. 

lunes, 1 de septiembre de 2025

El último trago amargo


El humo del cigarro flotaba como un espectro sobre la barra del Bar El Tugurio, donde los secretos se sirven con hielo y los pecados se pagan con sangre. Martín Rivas, ex inspector de homicidios, y detective privado con más cicatrices que clientes, apuraba su whisky barato mientras la lluvia golpeaba los cristales como queriendo llamar su atención.

Con la noche cerrada, ella cruzó la puerta. Gabriela Montenegro, labios rojos como crimen pasional y mirada que podía absolver o condenar a cualquiera. Llevaba un abrigo de terciopelo y un encargo: encontrar a su hermano, desaparecido desde hacía tres días. Lo último que se sabía de él es que trabajaba como contable para Elías “El Pastor” Vargas, un empresario mexicano con más cadáveres que contratos.

Martín aceptó. No solo por el dinero, sino por la intuición que le susurraba que detrás de esa desaparición había algo más turbio que el café del bar.

La investigación lo llevó por callejones de Madrid sin nombre, oficinas donde los papeles gritan más que las personas, y finalmente al Club Éter en la calle de la orina, un antro donde Vargas lavaba dinero y reputaciones. Allí encontró al hermano de Gabriela Montenegro… no respiraba. Estaba en el congelador del club, con una nota clavada al pecho: “Los números no mienten.”

Martín volvió al bar. Gabriela lo esperaba, con otro whisky y una sonrisa que no encajaba con la noticia. Cuando él le contó lo ocurrido, ella no lloró. Solo dijo: “Entonces ya no hay testigos.”

Fue entonces que Martín entendió. Gabriela no buscaba justicia. Buscaba cerrar cabos sueltos. El hermano había amenazado con delatarla. Ella solo necesitaba saber si estaba muerto.

Martín dejó el vaso sobre la barra, se levantó sin decir palabra y salió a la lluvia. No era la primera vez que ayudaba a un asesino. Pero sí la primera que lo hacía por amor, y no le importaba, él creía que quien la hace, la paga. Y así se fue de El Tugurio, con ganas de haber salido del brazo de Gabriela, pero sin mirar atrás, dejándose atrapar por la oscuridad de la noche, y con el último trago amargo en el gaznate.