Sediento como estaba, de agua y de ella, le cedió el primer sorbo de agua, que casi exhausta bebió avidez y desesperación, olvidándose de sus buenas maneras y su educación. Cuando apagó su sed, le cedió su lugar en el único sitio con agua fresca. Llevaban dos días caminando entre piedras y caminos secos, él la llevaba a cuestas y se sentía en deuda con ella por tantas cosas que había hecho antes por él, así que le cedió el derecho al primer bocado de lo poco que les iba quedando en las mochilas.
Cerca había unas palmeras con dátiles, ella se encargó de recolectar una buena provisión de ellos que se repartieron casi a partes iguales. El amor entre ellos fue creciendo, cada día se hacía más y más intenso, ninguno decía nada, aunque con la mirada se lo decían todo. El momento en el que tuvieron que abandonar el oasis, él cargó con su mochila, dejando que ella abriese paso en el camino, así el podría admirar su figura en silencio.
Querían encontrar el camino de vuelta al pueblo, debían llegar a la carretera y conseguir quien les llevase. Debían decir adiós al oasis de las risas y las sonrisas, los roces de una mano con otra que no rehuían, el oasis de las miradas de quiero y deseo, debían decir adiós a su oasis de amor callado, su oasis.