La cabaña.
Todo en mi vida era normal y monótono hasta que llegó uno de esos días en los que fui a visitar a mi abuela, la abuelita, como la llamaban todos, y todo dio un giro de 180º. Todo empezó al adentrarme en el sendero salpicado de piedras que lleva directo a su cabaña, el camino nevado que lleva a su puerta estaba inundado de un extraño olor, un olor como a hierro o a acero, olor a sangre. No era un olor normal, no era el de la sangre de un animal muerto, ese ya lo había olido antes y no era así, este olor era diferente, y a medida que me acercaba, era más intenso. Al llegar me encontré la puerta entreabierta, ella nunca la dejaba así, siempre estaba cerrada, ese día no. Entré, el olor a sangre casi no me dejaba respirar, era nauseabundo, me ahogaba.
Todo estaba casi ordenado salvo por unos viejos libros y una silla que encontré en el suelo, algo nada habitual en la abuela. La llamé, —¿abuela? —, no respondía, el silencio, acompañado de un frío tétrico que penetraba hasta los huesos lo envolvía todo. La busqué, llegué hasta su habitación y la vi. La escena que me encontré era tan difícil de creer que no sabía lo que veía. Estaba en la cama bañada en su propia sangre, desgarrada y casi despedazada, como si un enorme animal salvaje la hubiese atacado con saña. ¡Grité!, —¡abuela! —. Quise despertarla, la moví sin pensar en nada, y nada podía hacer, mis manos se bañaron con su sangre, volví a gritar, y la abracé, abracé su cuerpo desgarrado, aún estaba caliente, su sangre estaba caliente, sangre que me bañó, sangre que llenaba mis labios, y lloré y grité a partes iguales, era un llanto como ni de niña había tenido, di un grito sordo que probablemente nadie me habría escuchado. Me quedé alli un buen rato, ni sé cuanto, en silencio, entre lagrimas, ni siquiera podía pensar, no quería que pasara nada, ni siquiera el tiempo. De pronto, de algún modo pensé que tenía que buscar ayuda, como un zombi salí de la cabaña.
Salí de la cabaña y no recuerdo en que dirección, en shock solo sabía que tenía que buscar ayuda, y caminé, caminé sin rumbo, seguramente dejando un rastro de sangre tras de mi, su sangre, sangre que me había cubierto de rojo casi toda la ropa, sangre que no podía dejar de oler y que penetraba en mi boca constantemente. No sabía cuanto había caminado, no sabía cuan lejos podría estar de la cabaña y de todo, cuando sentí que todo daba vueltas, como si el mundo entero hubiese girase y diese vueltas en todas las direcciones, caí. Debi caer por un barranco, apenas lo noté, no sentía nada, no podía reaccionar, solo dejarme caer, no sabía donde estaba, quizá en medio de ningún lugar, a merced de cualquier animal salvaje, puede que el mismo animal que medio devoró a la abuelita, y podría hacer lo mismo conmigo, el camino de sangre que dejé le llevaría a mi. Creí dormir.